Dios es Padre de todos y con todos se comporta como buen Padre. Pero no todos los hombres merecen dar a Dios el nombre de Padre. Para ser considerados hijos de Dios tenemos siquiera que intentar vivir como hijos de Dios. Esta es una posibilidad que a todos nos brinda Jesús, pero no todo el mundo lo acepta en su vida.
Todos podemos llegar a ser hijos de Dios, pues el mismo Dios nos ofrece su Espíritu a través de Jesús, es decir, nos ofrece su misma vida.
Jesús nos llama a tener esta nueva relación con Dios. Se trata de una actitud básica de absoluta seguridad y confianza en el Padre. Una confianza que incluye la seguridad de sentirse comprendido y perdonado; esperanza en el futuro y certeza en el triunfo final.
Pero para vivir como hijos de Dios no es suficiente una actitud pasiva de confianza hacia él. Para ser hijos, en cierto sentido hay que tener una actitud parecida a la del Padre. Por eso dice Jesús: “Amen a sus enemigos y recen por los que les persiguen, para ser hijos de mi Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos… Por consiguiente, sean ustedes buenos del todo, como es bueno su Padre del cielo” (Mt 5,44-48). Porque Dios “es bondadoso con los malos y desagradecidos”, por eso sus hijos deben ser “generosos como su Padre es generoso” (Lc 6,35-36).
Dios no se venga de nadie privándole del sol o de la lluvia. Pues al igual que él, ningún hijo suyo puede pensar en tomarse una revancha contra alguien. El que se reconoce como hijo del Padre del cielo no es capaz de hacerle daño a nadie, ni siquiera a un enemigo.
Se trata de comprender que la bondad desconcertante del Padre del cielo tiene que manifestarse en sus hijos de la tierra con una bondad semejante a la suya. Sólo así podrán ser hijos de tal Padre. Y los que no quieren comportarse como su Padre del cielo, en realidad no son hijos suyos. Porque los hijos se parecen al Padre.
Jesús en una discusión con los fariseos, les dice que ellos no son hijos de Abraham, ni de Dios, porque no hacen las obras de sus padres. El mensaje de Jesús “no les cabe en la cabeza” (Jn 8,37) a aquellos fariseos; y por eso quieren matarle. Jesús les dice: “Ustedes hacen lo mismo que su padre” (Jn 8,41). “Si Dios fuera su padre me querrían… Pero ustedes tienen por padre al diablo y quieren realizar los deseos de su padre. El fue un asesino desde el principio, y nunca ha estado con la verdad…” (Jn 8,42-44).
Jesús enfrenta a los fariseos por su modo de obrar. Ser hijo no es algo pasivo, sino algo activo, que lleva a honrar al padre comportándose de una forma parecida a la de él. Si ellos no se portan como se portaba Abraham, no son hijos suyos; un hijo aprende de su propio padre (Jn 5,19). Si no imitan a Abraham es porque no tienen al Dios de Abraham, sino que son idólatras. Si no tienen los mismos sentimientos ni el mismo modo de actuar de Dios, es porque no son hijos de Dios. Y el que no es hijo de Dios es hijo del demonio: homicida y mentiroso.
Dice San Juan: “Con esto queda claro quiénes son los hijos de Dios y quiénes los hijos del diablo: Quien no practica la justicia, o sea, quien no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Jn 3,10-11).
No todo el mundo, pues, tiene derecho a llamar Padre a Dios. El fariseo orgulloso, idólatra, al que le gusta vivir en la mentira, “el que no practica la justicia”, el que no quiere entender la buena nueva de Jesús, no es hijo de Dios, hasta que no cambie de actitud. En cambio, el pecador que acepta su condición y quiere buscar a Dios con sincero corazón, encontrará siempre en Dios un corazón de Padre, y podrá invocarlo siempre como Abbá querido.
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