¿Qué distingue al cristianismo de otras religiones? Frente a esta gran pregunta se pueden exponer diferentes respuestas. Pero he aquí una explicación que abraza, casi asfixiándolas, a todas las demás: La gracia, que es el regalo de la vida eterna, la esperanza y el perdón definitivo que Dios nos da sin que lo mereciésemos.
Pero como ocurre con casi todos los vocablos de la jerga religiosa, el significado y trascendencia de estos conceptos suelen percibirse en ocasiones de un modo flojo e incluso distorsionado. Hablar de la gracia es hablar de la fuerza transformadora más potente del universo. Aunque en un primer acercamiento puede darnos la impresión de que se produce justo el efecto contrario, el llamado Sermón del Monte pronunciado por Jesús expone, como si de un nuevo Big Bang se tratase, un colosal despliegue del comienzo del nuevo orden empapado por esta gracia: “Cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: ‘Tonto‘ a su hermano será culpable; y cualquiera que le diga: ‘Estúpido‘ quedará expuesto al infierno de fuego. Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla ya adulteró con ella en su corazón. A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por un kilómetro, ve con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo niegues. Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5; La Biblia).
Aunque tras un acercamiento superficial no lo parezca, lo que Jesús pone de manifiesto en estos duros mandamientos no es una Ley estricta, ni condenación… ¡Sino una salida hacia la gracia y el perdón! Y es que no nos queda otra, pues el discurso de Jesús nos sitúa a todos en el registro de la propiedad del lago de fuego. Y por esta razón estalla la gracia, porque el Sermón del Monte se nos hace imposible de cumplir. Y es que en realidad, lo que Jesús afirma en este discurso no es acerca de nosotros, sino de lo que Dios es. Nos señala con el dedo y nos obliga a reconocer nuestra perpetua mediocridad. Es la imagen del delincuente tumbado en la acera mientras la policía le esposa. Es nuestra imagen, la de nuestra incapacidad natural para ser dignos amigos de un Dios puro, justo y santo sin fin.
“Sed perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5, 48), dijo una vez Jesucristo completamente en serio. Por este motivo es nuestra obligación tratar de cumplir los mandamientos de Dios con su ayuda sobrenatural, pero no olvidemos que se trata de una tarea que nunca alcanzaremos de forma completa en este mundo. No obstante, la gracia no puede prostituirse a modo de excusa para apartarnos de su dador, de Dios. Más bien todo lo contrario, pues este regalo inmerecido de la salvación eterna nos invita a ser agradecidos y a buscar el bien como alegre resultado del hecho de que Dios ya nos ha rescatado sin merecerlo. No hay presupuesto para ganarnos el favor de Dios por nuestros méritos, no hay recursos, no hay capacidad, pues somos imperfectos. Solamente no queda seguir al Maestro sabiendo que corremos hacia una meta inalcanzable por el momento. Eso es, de eso trata el Sermón del Monte, de nuestra incapacidad. Por esta razón se nos presenta esa esencia embriagante a la que Dios llamó gracia, el lugar donde la soledad y la culpa son expulsadas del paraíso por decisión unilateral del dador de la vida. Y es
que lo que ocurrió en la cruz del Calvario ha sido el único escándalo que ha hecho gemir al cosmos de forma literal. A nosotros se nos ha entregado la opción de rendirnos, se nos ha dado una invitación para pasear por dentro del jardín y convencernos sin reservas de que todo lo que Dios nos pide es sinónimo de libertad. Emprendemos ahora un viaje donde el equipaje que debemos dejar atrás es justo aquello que llevamos pero que ya nos hemos dado cuenta de que no lo necesitamos: culpa, vanidad, rechazo, orgullo, miedos, rebeldía, autosuficiencia, baja autoestima, cobardía y todas las demás mentiras que nos habían encadenado hasta ahora comienzan un proceso de desprendimiento a la luz de la verdad de Dios y de su evangelio. Cuando se atraviesan las puertas de la gracia se percibe el cálido aroma del peso y la madera de aquella cruz del Calvario, un aroma tan penetrante que se entremezcla en las llagas producidas por nuestros malditos errores convirtiéndolas ahora en globos que se elevan hasta desaparecer en el Cielo.
que lo que ocurrió en la cruz del Calvario ha sido el único escándalo que ha hecho gemir al cosmos de forma literal. A nosotros se nos ha entregado la opción de rendirnos, se nos ha dado una invitación para pasear por dentro del jardín y convencernos sin reservas de que todo lo que Dios nos pide es sinónimo de libertad. Emprendemos ahora un viaje donde el equipaje que debemos dejar atrás es justo aquello que llevamos pero que ya nos hemos dado cuenta de que no lo necesitamos: culpa, vanidad, rechazo, orgullo, miedos, rebeldía, autosuficiencia, baja autoestima, cobardía y todas las demás mentiras que nos habían encadenado hasta ahora comienzan un proceso de desprendimiento a la luz de la verdad de Dios y de su evangelio. Cuando se atraviesan las puertas de la gracia se percibe el cálido aroma del peso y la madera de aquella cruz del Calvario, un aroma tan penetrante que se entremezcla en las llagas producidas por nuestros malditos errores convirtiéndolas ahora en globos que se elevan hasta desaparecer en el Cielo.
Con todo, a nadie se le escapa que resulta chocante que exista una forma de justicia donde el culpable es absuelto gracias a los trabajos forzosos del Juez. Pero si no fuera así, no podríamos siquiera respirar. Así es la gracia desatada en Gólgota, aquello que hace que el mayor ejercicio de perdón de la historia despoje al cristianismo de ser un ismo más. Ahora Cristo ha convertido la existencia -la nuestra- en esperanza. Desde entonces, y desde ahora, la vida se presenta imposible de despreciar, haciendo que lo nuestro con Jesucristo no pueda llamarse simplemente religión. Tan sencillo y tan sublime, pues teniéndole a Él tenemos la gracia, lo tenemos todo. Sólo hace falta quererlo.
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