sábado, 6 de junio de 2009

EL SEXO DE LOS CLÉRIGOS


TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

Ya casi no hay memoria de los tiempos en que la Iglesia Católica sufrió desafíos tan ásperos como los de estos últimos años. Lo que sucede no tiene la profundidad del cisma litúrgico del obispo Marcel Lefebvre ni el fervor revisionista en la interpretación de los Evangelios que desembocó en la Teología de la Liberación, sino las violaciones a una obligación que no es materia de dogma pero sí de continua perturbación: el sexo de los clérigos.

Primero fueron los delitos de pedofilia que en diciembre de 2002 provocaron la renuncia del cardenal de Boston Bernard Law, de quien se sospechó ocultamiento; 450 demandas millonarias por décadas de abusos contra menores dejaron la archidiócesis al borde de la quiebra.

Otra vez ahora el escándalo se desata cuando sale a la luz algo que se trataba de ocultar: la descendencia del ex obispo paraguayo Fernando Lugo, ahora presidente del Paraguay. El obispo de Ciudad del Este, en Alto Paraná, (Paraguay), Rogelio Livieres, dijo que sus pares conocían la información sobre Lugo desde hace tiempo. “No sé por qué se enmascaran los temas de Iglesia y no se ventilan. En nuestra época (…) todo se descubre”, afirmó Livieres. Y encontró una instantánea refutación oficial: “El Consejo Episcopal Permanente lamenta y rechaza las expresiones de monseñor Livieres, quien hace entender que hubo encubrimiento y complicidad de los obispos del Paraguay sobre la conducta moral del entonces miembro del colegiado episcopal monseñor Fernando Lugo”.

Las palabras de Livieres recuerdan a las que el argentino monseñor Jerónimo Podestá, impulsor del Movimiento Latinoamericano de Sacerdotes Casados, escribió en 1990 al entonces presidente del Episcopado Argentino, cardenal Raúl Primatesta: “Veo con pena que en general tengan ustedes una visión bastante alienada y timorata: no saben lo que piensa y siente la gente en el mundo de hoy. La Iglesia es el Pueblo de Dios y ustedes lo saben, pero en el fondo siguen pensando que la Iglesia son ustedes”. Cuando era obispo de Avellaneda en la provincia de Buenos Aires, Argentina, a fines de los 60, Podestá fue una pesadilla para la dictadura del general Juan Carlos Onganía. Reunía a multitudes de hasta un millón de personas para ceremonias religiosas que se transformaban en espontáneas manifestaciones políticas. Para el régimen fue un alivio que anunciara en 1967 la decisión de casarse.

Podestá llamó varias veces a las puertas del Vaticano sin lograr que Pablo VI le levantara la suspensión a divinis. Insistía en recordar que, si bien Jesús optó por el celibato, no lo impuso a sus apóstoles, entre los que había casados y solteros. El ex obispo de Avellaneda predicaba que el celibato es un don, no un mandato divino, y que nada impide sentir la vocación sacerdotal si se está privado de esa gracia. La mayoría de los católicos ignora que los sacerdotes no tenían prohibido el matrimonio durante los primeros 10 siglos de vida cristiana. Además de San Pedro, otros seis papas vivieron en matrimonio y -más llamativo aún- 11 papas fueron hijos de otros papas o miembros de la Iglesia.

En 1073, Gregorio VII impuso el celibato. Uno de sus teólogos, Pedro Damián, dictaminó que el matrimonio de los sacerdotes era herético, porque los distraía del servicio al Señor y contrariaba el ejemplo de Cristo. Si bien la intención del Papa era restaurar la derruida moral del clero y purificar a la feligresía con ejemplos de castidad, decenas de historiadores suponen que la decisión de imponer el celibato fue también un medio para evitar que los bienes de los sacerdotes casados fueran heredados por sus hijos y viudas y no por la Iglesia. En 1123, el Concilio de Letrán decretó la invalidez del matrimonio de los clérigos.

¿Cuál es el sentido de reprimir las expresiones de la sexualidad, no sólo entre los clérigos sino también en la vida diaria? ¿Qué gana la fe católica con eso?

Se teme que el placer distraiga de la oración, de la relación con Dios, pero el menosprecio de la mujer en los seminarios y la contradicción de los impulsos naturales del hombre en realidad no fortalecen los vínculos entre la Iglesia y el pueblo de Dios. Al contrario, el celibato obligatorio suele desanimar algunas vocaciones y provocar defecciones en el clero.

Si bien creía que “la vigente ley del sagrado celibato” debía seguir “unida firmemente al ministerio eclesiástico”, Pablo VI, atento a los clamores de modernización del Concilio Vaticano II, analizó las objeciones en la encíclica Sacerdotalis caelibatus, de 1967. Allí se preguntó: “¿No será ya llegado el momento de abolir el vínculo que en la Iglesia une el sacerdocio con el celibato? ¿No podría ser facultativa esta difícil observancia? ¿No saldría favorecido el ministerio sacerdotal si se facilitara la aproximación ecuménica?”.

Acaso a Dios lo tengan sin cuidado los deslices del ex obispo Lugo, porque su gloria está más allá de lo que establecen los seres humanos. Pero la inflexibilidad de la doctrina deja entre los católicos la pregunta sobre el sentido de normas creadas por la Iglesia hace 10 siglos, que no existían antes y no tendrían por qué existir para siempre. Jesús predicó la humildad, el amor a Dios y a los semejantes. Sus lecciones de vida siguen siendo claras. A veces, en el afán por interpretarlas, los seres humanos las oscurecen.

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