jueves, 1 de octubre de 2009

LA BIBLIA Y LA PENA CAPITAL


Por el Dr. Javier Rivas Martínez (MD).


Fue de tanta importancia el hombre para Dios que lo hizo corona de su creación. El hombre vino a ocupar como criatura el lugar más privilegiado dentro de todo el orden creado. Fue formado para tener comunión directa con Dios a través de una mente racional y maravillosa, desprendida de un sofisticado cerebro. El cuerpo del hombre proveniente de la barrosa arcilla, diseño artístico de Dios, fue para el disfrute de las bendiciones materiales de un mundo que aun no había sido afectado por la letal toxina del pecado. El hombre, lo tenía «todo», pero este «todo» se le escabulló como “pez entre las manos” cuando sucumbió a causa de su desobediencia a Dios, en la sagaz trampa satánica.


El hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, y en esto radica su incalculable dignidad ante los ojos del creador. Sólo el hombre recibe de Altísimo el aliento de vida, hálito vivificante que lo tornó un alma viviente, un agente biológico y emocional. El hombre como criatura especial de Dios, es un ser interactivo, pensante, poseedor de un libre albedrío, de una voluntad, de una conciencia que lo capacita para escoger entre lo bueno y lo malo, un agente libre, no un esclavo, y que en un principio, de antemano, conocía los mandatos que Dios le había encomendado: no ignoraba de éstos los beneficios que le brindaban en los aspectos generales de su vida. Pero el hombre decidió mal, bajo el conocimiento previo de las fatales consecuencias. A pesar de la advertencia de Dios y de fallarle, el Señor no lo abandona, vaticinando a Aquel que vendría al mundo para restaurar todas las cosas, a dar salvación por medio de su muerte, al que destruiría al que permitió el pecado y la muerte en el cosmos tridimensional, a su debido tiempo (Gn. 3:15).


El hombre fue hecho un ser moral, con la cualidad o aptitud de abstraerse para formalizar ideas subjetivas para un correcto proceder. No fue creado para ser subyugado por sus instintos, como en el caso de los animales. Ante esta situación, Dios lo responsabilizó con autoridad absoluta para que fuese su representante terrenal, el gobernante pío del mundo recién fundado. Dios lo establece como sensata y prudente «cabeza» que habría de mantener el equilibrio de las cosas que estaban a su alrededor, sin jamás violentar la línea de lo armónico y razonable.


En el Nuevo Testamento se hace énfasis de las características morales y espirituales del hombre como imagen de Dios, como son el conocimiento espiritual, la justicia y la santidad:


«…y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef. 4:24).


Cuando la maldad de los hombres se hizo intolerable en el corazón de Dios, no tuvo otra alternativa más que “desinfectar” la tierra del tremendo e inconcebible pecado promovido por ellos, anegándola sin otro remedio en agua (Gn. 7:1-8:14). Únicamente Noé y su familia fueron salvas de aquella inundación universal que destruyó sin escape el menor indicio de lo creado. Nada sobrevivió al diluvio, excepto los que navegaron obedientes a Dios en el Arca. Cuando Noé salió del Arca, el mundo había sido purificado de la maldad, y Dios procede a instituir un nuevo orden (Gn. 8:15-9:17). Dios establece en esta novedad de vida las diferentes estaciones del año para la seguridad del hombre, sin quitar la ordenanza de la multiplicación (Gn. 8:17, 22; 9:1, 7). Dios prometió al hombre que nunca volvería a destruir el mundo por medio de agua (Gn. 8:21; 9:15). Instruyó al hombre para comer carne animal, mas no para beber su sangre (Gn.9:3-4). Otra cosa de gran trascendencia, hogaño, y vigente, es que Dios promulga en ese antiquísimo período de transición «la pena capital». Como el hombre ha sido tesoro y gloria, imagen y semejanza de Dios, un reflejo de sus aspectos morales y espirituales trasmisibles, decreta «la pena capital» para disminuir la violencia que conllevó (y conlleva) muchas veces a la muerte innecesaria y lamentable de seres humanos tan apreciados por Dios:


«Porque ciertamente demandaré la sangre de vuestras vidas; de mano de todo animal la demandaré, y de mano del hombre; de mano del varón su hermano demandaré la vida del hombre. El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre» (Gn. 9:5-6).


«La pena capital» no se origina con la Ley Mosaica, aunque si se practica justamente como una de sus ordenanzas (ejemplo de esto lo miramos en los siguientes textos: Ex. 21:12, 14, 15, 16, 17, 23, 29). Retrospectivamente, «la pena capital» va más allá de Moisés, y es con Noé, según lo estimado en los textos anteriores del libro del Génesis: Tal es confirmada en el Nuevo Testamento, como veremos a continuación en la epístola a los Romanos:


«Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo» (Ro. 13:3-4).


Tendremos en cuenta que en la época en que se escribió esta epístola paulina, el gobierno romano regía sobre la faz del mundo antiguo conocido, así que toda autoridad, oficial, habida o existente, dependía de este gobierno secular. El gobierno romano permitió la pena de muerte en aquellos criminales que la ameritaban, según las leyes jurídicas del Derecho Romano que hasta la fecha son catalogadas como justas y equilibradas y que Dios mismo depuso cono norma judicial. El apóstol Pablo confirma para esta nueva dispensación «la pena capital», porque «el magistrado, el servidor de Dios, no lleva en vano la espada», es decir, el instrumento de ejecución legal para el que hace lo malo. La «espada» («machairan», gr.), es símbolo de autoridad, como hoy son las armas que utiliza la policía y la milicia. Se sabe que el emperador Trajano entregaba a los gobernantes de las provincias, en la inauguración de sus cargos, una filosa daga, y decía: «Para mí. Si la merezco, para mí». Creo que el amable lector entenderá sin problemas esta clara insinuación.


La aplicación del Derecho Romano comprende desde la fundación de Roma en el 753 a. C. hasta el fallecimiento del emperador Justiniano en el 565 d. C. Hoy en día, el Derecho Romano ha sido objeto de estudio para una disciplina jurídica internacional, la romanística, cuya sede son las facultades de Derecho de todo el mundo. El Derecho Romano ha sido un elemento de la civilización y su influjo se logra ver en las instituciones, en el pensamiento humano, como método y erudición jurídica. “Es el Derecho vigente de las épocas”, como alguien comentó, y es presentado como un modelo a seguir. Pablo concientiza las leyes propuestas por las autoridades romanas, por el Derecho Romano, sin presentar objeción porque sabía con seguridad que Dios las había estipulado para el perfecto control de la vida social de los individuos, y quien se resistía a ellas, era menos que merecedor de castigo, de condenación. No incita el apóstol al creyente a la revuelta o a la subversión para un cambio de gobierno, pero sí surge de él un antagonismo contra el desorden y la anarquía:


«Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos» (Ro. 13:1-2).


Alguien dirá: “pues dio ordenó: «no matarás»”. En realidad se trata aquí de hacerlo con injusticia, con alevosía, con ventaja, con iracundo impulso emocional. Parece contradictorio, pero Dios ordena «la pena capital» dentro de su justicia santa, y por otro lado prohíbe el asesinato injustificado:«No matarás» Ex. 20:13.«Cualquiera que cohabitare con bestia, morirá» (Ex. 22:19).«El que ofreciere sacrificio a dioses excepto solamente a Jehová, será muerto» (Ex. 22:20).


Amén.

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